ColumnasDr. Guadalupe Estrada R.

De constitucionales adefesios.

Por: Dr. José Guadalupe Estrada

La promulgación de la Constitución de 1917 siempre es una fecha propicia para intentar una arenga, aún sea brevísima, en contra de algunos aspectos de la misma que consideramos del suyo impropios por injustos y, por supuesto, hacer patente y explícito muchas de las cosas que se hacen y se siguen haciendo mal en este país, incluyendo el adefesio de Carta Magna que detentamos los mexicanos.

Se ha comentado hasta el cansancio que la Ley Suprema de una nación es el fundamento jurídico de la existencia, estructura y funcionamiento del Estado y el gobierno, es decir, palabras más, palabras menos, el país materializado en una norma legal. En este contexto, si ese conjunto de normas obligatorias en que explicita la ley más importante contiene disposiciones erróneas o bien, injustas, pues podemos concluir que la vida nacional está cimentada sobre barbaridades jurídicas.

También se ha dicho por algunos ilustrísimos doctos en estos menesteres, que escapan a la mayoría de los entendimientos mundanos, que la Constitución es una especie de programa que contiene las aspiraciones más sentidas de un pueblo, más que una realidad comprobable fácticamente. Por ejemplo, en nuestra Ley Suprema se establecen el derecho a la salud, a la alimentación, a un ambiente sano, al trabajo digno, etcétera, sin que necesariamente ello sea cierto o realidad, sino que es un anhelo histórico.

Sin embargo, también debemos establecer que nuestra Carta Magna ha servido, desde que la misma se promulgó, para que presidentes del país y grupos de poder, sin escrúpulos ni moral alguna, la utilicen como una libreta de anotaciones donde plasman y aseguran sus particularísimos intereses, o bien, establecen disposiciones del suyo inalcanzables o de plano ridículas, esto último con el objetivo de “cumplir” el discurso embustero y engañoso, lleno de promesas con el que le dan todos los días atole con el dedo al populacho.

Ejemplo claro de lo anterior es el contenido del artículo 41, fracción II, inciso a) de la Constitución que asegura y garantiza una partida presupuestal anual ordinaria a los partidos políticos para su sostenimiento, que se saca “…multiplicando el número total de ciudadanos inscritos en el padrón electoral por el sesenta y cinco por ciento del valor diario de la unidad de Medida y Actualización…” (siguen otras reglas siguiendo este mismo principio de “garantía presupuestal”). O lo que es lo mismo, la ínclita clase política de este país se asegura una tajada en el reparto de los dineros públicos, y lo elevan a categoría suprema, para que ningún chucho de vecino ose arrebatarle esa osamenta. No he visto en ninguna parte de la Carta Magna alguna disposición que, por ejemplo, garantice a los jubilados o pensionados algún tipo mínimo de estabilidad inflacionaria o proporción que el estado debe asignar para cubrir sus retiros, ni tampoco tengo conocimiento de que se establezca a este nivel jurídico alguna disposición que determine algún porcentaje mínimo obligatorio del presupuesto anual por ejemplo, para los rubros de salud, seguridad o educación.

O lo que establecía el derogado (afortunadamente) párrafo cuarto del artículo 97 que daba la facultad a los juzgadores federales de nombrar y remover libremente al personal de sus órganos, lo que provocó el fenómeno todavía no resuelto que ahora se conoce como el “poder familiar de la federación”, etcétera.

Es decir, si le seguimos buscando y rebuscando en los recovecos constitucionales actualmente vigentes, comprobaremos la actualización inveterada de aquélla frase famosa que sentencia: “el que parte y recomparte, le toca la mayor parte”.

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