ColumnasDr. Guadalupe Estrada R.

Sobre la imbecilidad.

Por: Dr. José Guadalupe Estrada Rodríguez

Hace ya muchísimos ayeres, un profesor de la Universidad de Harvard, en un simposio sobre los retos de la educación a nivel global, nos decía, utilizando ademanes propios de un aristócrata en decadencia, que sólo había tres caminos para que las naciones se superaran en los aspectos económico, social y político, y ellos eran: primero, la educación, segundo, la educación y, tercero, la educación.

Retrotrayendo todavía más el calendario, recuerdo que, para terminar el sexto año de la instrucción primaria, a nuestro entonces único profesor de todas las materias escolares y todos los entendimientos siderales, se le ocurrió la puntada de aplicarnos una especie de examen final, oral y público, como requisito indispensable para mandarnos al siguente nivel en el escalafón académico, y de esta manera, que demostráramos a la sociedad, así lo entendió, que habiámos salido del estado de ignorancia con el que nacemos y que nuestro tránsito por la instrucción primaria había valido la pena y, obviamente, el gasto y esfuerzo familiar.

Por supuesto que esta decisión no podríamos decir que nos sorpendió, sino que nos aterró, pues ya nos veíamos interrogados públicamente sobre nuestras comprensiones infantiles a cerca de la gramática, las matermáticas, el español, la geometría, la geografía y un sin número de datos, que sólo de vernos exhibidos ante un tribunal inquitorial, se nos nublaría la memoria en el momento del suplicio.

Para no hacer el cuento largo, el evento se llevó a cabo en los calorones de junio, en el salón más grande de la escuela, habiendo acudido la mayoría de nuestros progenitores a presenciar tan inusual acontecimiento y, salvo uno o dos mentecatos que no supieron como reaccionar, la mayoría acertamos a responder, con tropezones, a las acordadas interrogantes que nos plantearon, habiendo demostrado que nos habíamos superado significativamente en ortografía, gramática, expresión lingüística, operaciones matemáticas, y, en general, que sabíamos el lugar preciso donde se encontraban los elementos que componen el universo circundante.

La realización de tal suceso me ha llevado a entender, quizá tardíamente, que lo que nuestro ilustre instructor quería era mandar un mensaje a la comunidad sobre el verdadero valor de la educación, pues lo que hizo fue demostrar que el conocimiento es una poderosa herramienta, de una importancia tan trascendente para el desarrollo de la humanidad, que éste ha sido realmente el motor que nos permitió salir de las cavernas.

Es por ello que ahora, en estos ingratos tiempos que corren, me ha llamado poderosamente la atención la mezquina pretensión de algunas autoridades educativas de normalizar en la enseñanza primaria el hablar con faltas de ortografía, el pretender que no pasa nada si no sabemos contar, o sumar o restar, o que es hasta deseable que ignoremos la ubicación de cada país en el mapa mundial, o que es más importante ser rijoso e ideológicamente alineado a no sé qué doctrina, que el aprender cosas útiles para la vida, desvalorizando totalmente la calidad del conocimiento que nos puede formar como seres pensantes y quitando todo crédito al esfuerzo académico de los estudiantes, satanizando las evaluaciones de las aptitudes escolares, y, en fin, estandarizando el analfabetismo y la incultura como estados ideales de las masas de por sí embrutecidas.

Si eso es lo que estos esperpentos de la política representan o son, allá ellos, pero creo que hasta es una violación al derecho humano a la educación la ejecución de tales despropósitos.

A estos falsos profetas del oscurantismo, palabras ad hoc por la semana que antecede, habrá que recordarles que este mundo no ha sido construido por imbecilidades andantes, hechas a su imagen y semejanza.

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