Pedagogía Legal.
Por: Dr. José Guadalupe Estrada Rodríguez
Muchísimas y muy certeras críticas se esgrimen sobre el pueblo bueno y sabio de México. Algunas de ellas tienen que ver con el analfabetismo funcional en muchos ámbitos y del cual somos titulares indiscutibles. Pero los dedos flamígeros apuntan no sólo a la ignorancia gramaticalmente hablando, sino que este estado de salvajismo colectivamente compartido se desparrama sobre aspectos sobre la incultura relacionada con el medio ambiente, el cuidado del agua, el respeto hacia las otras personas, el acatamiento mínimo de los reglamentos de tránsito, las reglas de cortesía indispensables que permiten la existencia de cierto nivel de convivencia pacífica y sana, el respeto real, no hipócrita, como se suele estilar, de los niños, ancianos y mujeres, y un sin número de etcéteras que no nos alcanzarían unas diez páginas como ésta para la simple enumeración de esos pecadillos existenciales que rondan nuestros devenires cotidianos.
Por ello, no fue precisamente novedad el que se señalara de manera muy precisa otro de nuestros desacatos conductuales: la incultura en materia de legalidad y de justicia, traducido no sólo en nuestra supina ignorancia del Derecho en general, sino de los más elementales principios que permiten la convivencia pacífica, es decir, de aquéllos postulados legales mínimos indispensables que toda persona que habite en un país debe conocer, reconocer y observar.
Uno de los fundamentos que regulan la convivencia democrática es la observancia de las “formalidades procedimentales” que deben acatar las autoridades. Manzanitas: en cualquier país que se jacte de ser medianamente moderno, existen normas jurídicas que determinan que los gobernantes sólo pueden hacer aquello a lo que la ley expresa y claramente los faculta, y nada más. Y para emitir actos de autoridad, que afectan la vida y hacienda de los particulares, se deben observar una serie de reglas, procedimientos o si se quiere “formalidades”.
Por ejemplo, para que nuestras autoridades encargadas de elaborar las normas obligatorias (leyes) que rijen nuestra conducta las aprueben, debe realizarse un procedimiento legislativo con una serie de etapas que son: iniciativa, discusión, aprobación, etcétera. La observancia de estas fases en los procesos legislativos no es cuestión de capricho o de pérdida de tiempo, pues en las democracias se estila que los representantes populares (diputados y senadores) antes de aprobar una disposición obligatoria que afecte a las colectividades a las que se supone sirven, deben tener la posibilidad de discutirla y emitir su punto de vista, pues sólo de esta manera se entiende que se llegarán a aprobar
reglas en beneficio de todos. De otra forma, sin no existiese esa oportunidad, estaríamos ante la imposición de una voluntad tiránica.
Esta es la única y exclusiva razón por la cual en días recientes la Suprema Corte de Justicia declaró inválidas algunas reformas que pretendían realizarse a la legislación electoral, pues se vulneraron, en detrimento de la democracia, las formalidades legales del proceso legislativo, como ampliamente quedó demostrado. Las interpretaciones alejadas de lo anotado son, o bien perversiones absolutistas, analfabetismos legales, o peor aún: ambos.
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