Deterioro del Estado de Derecho.
Por: Dr. José Guadalupe Estrada Rodríguez.
En las colaboraciones pasadas he anotado, con cierta insistencia, sobre la importancia que tiene el respeto de los Derechos de los demás, así como de la trascendencia para la civilización humana que tiene el que sean los funcionarios públicos los primeros en poner ejemplo sobre este particular.
En esos momentos recalcábamos que las grandes civilizaciones que han existido hasta la actualidad, como la Mesopotámica, la Romana, la Europea (sui generis) y la Estadounidense, estas dos últimas contemporáneas, se han forjado, indiscutiblemente, sobre el establecimiento de unas reglas claras y obligatorias que deben asumir las colectividades correspondientes; es decir, sólo sobre la vigencia efectiva de reglas que se harán cumplir por la fuerza se cimientan las bases de lo que llamamos “pueblos civilizados”. Lo demás es un intento o un remedo de vivir como la gente, como se dice vulgarmente. Y esto lo digo porque cuando cada quien hace lo que quiere, cuando quiere, como quiere y como le venga en gana, estamos ante la barbarie misma. Es decir, cuando cualquier Hitlercito de Barrio impone su voluntad arrabalera, ya estaremos seguros que nos amolamos.
No se estos tres lectores que ahora tienen en sus manos esta perorata, pero hay circunstancias o situaciones que, aunque lentas en su evolución intermitente, se van sintiendo: como decir ahora, el calor se va a venir fuerte, porque apenas estamos en los primeros días de febrero y ya el sopor es intolerable a mediodía, y el cemento de esta urbe de concreto no deja de irradiar lenguas de fuego como del mismísimo averno.
Mutatis mutandis: en los alrededores se va palpando algo así como un menoscabo jurídico anunciado sobre el Estado de Derecho en nuestros andurriales: autoridades de quinto o sexto niveles que se niegan a seguir las directrices que marca la Constitución y las leyes, sin más argumento de que el de mis tanates están más grandes o es la voluntad popular, o al cabo el mero mero es mi amigo y soy su protegido; particulares tomando en sus manos la justicia, o bien, causando daños o muerte a terceros escudados en la ineficiencia e ineficacia del sistema legal de premios y castigos, que al cabo es muy difícil que me agarren y si me cachan ya saldré otra vez de los entuertos judiciales; abogados litigantes que se quejan en las barandillas correspondientes de que los juzgadores se tardan semanas o meses enteros en acordar una petición de trámite; jueces, secretarios y auxiliares de justicia desmotivados hasta el cansancio para resolver lo que es de su exclusiva incumbencia; y en concreto, un sentimiento como de fallecimiento prematuro y sin aviso de eso que se ha denominado hasta hace poco como el imperio de la ley (aspiración, por lo menos).
Es decir, como dice esa estrofa de una canción, éxito popular indiscutible de unos de los más famosos representantes de la música de las colectividades desarrapadas, pero ahora supuestamente empoderadas: ¿a dónde vamos a parar?
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