ColumnasDr. Guadalupe Estrada R.

Diatriba sobre la educación.

Por: Dr. José Guadalupe Estrada Rodríguez

Si vamos ahora a hablar sobre educación, es necesario preguntarse: ¿para qué sirve el sistema educativo en la actualidad, qué papel desempeña en los estados modernos? Y ya sobre la respuesta a estos cuestionamientos, es como podremos tener una visión más clara de los acontecimientos recientes en nuestro país, y, sobre todo, valorar, desde el punto de vista filosófico, lo que sea dado en llamar como la Novísima Escuela Mexicana, y así, de manera simple, evitar los desgarramientos de vestiduras motivados por este escabroso tema.

Lo primero que tenemos que hacer, es recordar que los sistemas educativos en las naciones contemporáneas, la forma como funcionan, el cómo están organizados, su perspectiva pedagógica, y otros aspectos relacionados, son inventos relativamente recientes.

En la comunidad primitiva, nuestros antepasados vivían en grupos de aproximadamente 100 a 150 personas, y la labor de transmitir el conocimiento esencial para la supervivencia la realizaban los miembros de más antigüedad. Las técnicas de cacería, el desmembramiento del mamut, el control del fuego, las plantas medicinales y lo relacionado con la vida cotidiana, eran lo entendimientos que se transmitían de generación en generación y de manera verbal.

Con el advenimiento de los grandes conglomerados humanos en las ciudades, las ciudades – estados, se hizo necesario el establecimiento de reglas obligatorias que todos deberían respetar, y de igual forma, la construcción las estructuras jerárquicas donde eran pocos los que mandaban, y muchos los que debían obedecer, los que tenían que trabajar para mantener a esas masas. En este momento se delegó generalmente a la clase sacerdotal la educación de las generalidades, a través de mitos y de la existencia de dioses para justificar los estamentos sociales y el orden establecido. El miedo a Dios, el poder que venía delegado de las superioridades divinas a los reyes y gobernantes y la inmutabilidad de las jerarquías sociales, eran la justificación ideológica última en aquéllos remotos ayeres. La familia y la clase sacerdotal eran los encargados de transmitir a todos los miembros las justificaciones ideológicas del funcionamiento de esa sociedad.

Desde siempre, cuando un grupo importante de personas, cientos de miles o millones se ponen a vivir juntas en un espacio reducido de territorio, sea esta una ciudad o una incipiente nación, se ha requerido de un aparato de propaganda ideológica muy poderoso para cohesionar esa existencia social, evitar la violencia y lograr que todos trabajen para soportar la vida de todos, pero, esencialmente, justificar los privilegios y posición de los detentadores del poder, sean estos los reyes elegidos por Dios, los señores feudales propietarios de la tierra, o bien los modernos grupos de poder, administradores de las estructuras estatales en beneficio personal o de camarilla y electos, por cierto, mediante el mito de la llamada “voluntad popular”.

En los países modernos esta función de cohesión ideológica la realiza el aparato educativo (organizado y administrado por esos grupos de poder), que ha cambiado los mitos contenidos en la Ilíada y la Odisea y las historias bíblicas y de ángeles y demonios, por relatos de héroes y próceres de carne y hueso que han venido contribuir en la el mito fundacional de una nación determinada.

Por eso no es extraño que casi en cada sexenio, el Tlatoani en turno trate de meter mano a los contenidos educativos para establecer en ellos una determinada y particular narrativa que dé sustento ideológico y político al poder que detenta de manera provisional y transitoria, sin entender, que, precisamente, el fracaso de esos vanos deseos por cambiar el rumbo de la historia es precisamente por esa provisionalidad y transitoriedad de que está investido.

El tiempo es siempre el mejor catador de la verdad que ahora estamos anotando.

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