Elogio de la Ridiculez.
Por: Dr. José Guadalupe Estrada Rodríguez
En nuestra sociedad obsesionada con la seriedad y la perfección, parecemos haber olvidado el poder y la belleza que yace en lo ridículo. La ridiculez, esa cualidad que a menudo tratamos de esconder y rechazar, merece ser celebrada y abrazada. Es en lo absurdo y lo disparatado donde encontramos una chispa de autenticidad y la libertad de ser nosotros mismos sin miedo al juicio.
La ridiculez es el eco de la espontaneidad, una danza despreocupada en la que podemos reírnos de nuestras propias imperfecciones y desafiar las expectativas de la sociedad. En este mundo apresurado y agobiado por la apariencia, la ridiculez es una bocanada de aire fresco que nos recuerda que no todo debe ser tomado tan en serio.
A menudo, en nuestra búsqueda por destacar, nos reprimimos y ocultamos nuestros aspectos más auténticos y peculiares. Pero ¿qué pasaría si liberáramos a nuestra ridícula imaginación y permitiéramos que florezca? La risa y la creatividad que emergen de lo absurdo nos conectan con nuestro niño interior, ese ser que disfrutaba de la vida sin preocupaciones y sin temor al qué dirán.
La ridiculez también puede ser un poderoso instrumento de crítica social. En ocasiones, las situaciones más absurdas que se manifiestan en el arte, la comedia o la sátira, nos llevan a reflexionar sobre los excesos y las incongruencias del mundo en el que vivimos. Es a través de la exageración y lo inverosímil que podemos apreciar mejor las verdades subyacentes que la seriedad oculta.
La historia está llena de ejemplos de personajes y movimientos que se atrevieron a abrazar la ridiculez. Desde los bufones en la corte de antaño, quienes se burlaban de la realeza con sus travesuras ingeniosas, hasta los movimientos artísticos vanguardistas del siglo XX, que desafiaron las normas establecidas a través de lo extraño y desconcertante.
Actualmente quienes personifican la ridiculez en toda su extensión son los políticos, quienes a costa de todo buscan la aprobación popular que se traduce, en las democracias aún sean incipientes, en votos contantes y sonantes. Por eso no es infrecuente observar, con cierta estupefacción infinita a estos especímenes, intentos de humanos racionales, ejecutar actos y conductas que podrían bien calificarse de ridiculeces extremas.
A guisa de ejemplo, tenemos lo que en días pasados conocimos por las noticias y redes sociales, donde uno de los precandidatos, llamados ahora con el calificativo claramente despectivo de “corcholatas”, por aquello de que sólo sirven para tapar algo y luego ser desechados, tirados al basurero, a voluntad del supremo destapador, y que, pantalón ceñido a su cintura, justo donde termina su inmensa barriga de cervecero, con sus inseparables gafas transparentes, mechón a medio soltar, y su inigualable expresión fingida, bailar, como un esperpento con vocación de títere de circo en decadencia, tal cual, al ritmo de una contagiosa canción vaquera: no rompas más / mi pobre corazón / estás pegando justo / entiéndelo.
Así el supremo nivel de nuestra clase política aquí y ahora.
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