ColumnasDr. Guadalupe Estrada R.

Morir por la propina

Por: Dr. José Guadalupe Estrada Rodríguez.

Corría el año de mil novecientos noventa y tantos, cuando un grupo relativamente nutrido de zacatecanos nos fuimos a la capital del país a probar suerte profesional, invitados entonces a laborar por aquéllos lares por un ex gobernador de la entidad que fue nombrado como director general del Instituto Mexicano del Seguro Social. Recién desempacados, todavía con la tierra del rancho en la cabeza y las escasas ilustraciones en materia de malicias, propio de quienes han habitado toda su existencia en un lugar pequeño y apacible, solíamos organizar reuniones con los coterráneos en algunos restaurantes de mediana clase para tratar de olvidar la nostalgia de los helados callejones de cantera rosa.

En alguna de esas ocasiones, nos citamos ocho o diez de los exiliados para repasar colectivamente las enfermedades del alma y tratar de esta manera de olvidarlas, o por lo menos exorcizarlas de nuestra rural memoria. Escogimos un merendero que era medianamente famoso en las altas castas por su menú pretencioso y precios elevados, de esos espacios frecuentados por los funcionarios de bajo y mediano nivel con aspiraciones de llegar a ocupar puestos superiores a los detentados, pues la intención al soportar esos infames humos industriales es el de avanzar indefinidamente en el escalafón burocrático. Departimos agradablemente nuestras viandas, aderezadas con una cara cerveza de importación o con tequilas, este detalle sería lo de menos, pedimos la cuenta, nos distribuimos equitativamente el monto correspondiente, teniendo especial conmiseración con los recién llegados, a quienes pedimos un porcentaje menor de la cantidad a pagar al que debiera corresponderles, en aras de ayudarlos a solventar los difíciles inicios de mudarse a una mega metrópoli.

Hecho el pago correspondiente, y regresado el cambio, los presentes aportamos la cantidad que cada uno consideró conveniente dejar en concepto de propina, sin haber determinado ni supervisado que se hubiese dejado el mínimo riguroso que se estilaba y se sigue estilando y que se redondea en el diez por ciento. Procedimos a abandonar el lugar y a dirigirnos hacia el exterior, cuando de improviso, nos alcanzó uno de los meseros de pedigrí con la charola que contenía las monedas y billetes dejados en concepto de gratificación, y nos confrontó muy enojado y serio, regresándonos el dinero: “tengan su miseria, seguro que les va a servir más a ustedes”.

Uno de nuestros paisanos, que era el que tenía más tiempo viviendo allá, y por tanto, con más experiencia en administrar estos incómodos menesteres, atento a su conocimiento de estas particularidades del infame carácter que se ha formado en mucha gente en una urbe de alrededor veinte millones de generalidades andantes, lo confrontó preguntando cuál era el problema, a lo que le contestaron que no se había dejado el quince por ciento que se exige, así dijo, se exige, cuando son mesas de más de seis personas. Ambos se hicieron de palabras, a punto de los golpes, por lo que otro intervino, y para resolver tan vergonzoso entuerto, aportó un billete de alta denominación que, supongo, satisfizo las expectativas del mozo, con lo que, afortunadamente, se resolvió el problema.

Como los canes con la cola entre las extremidades inferiores, nos retiramos, jurando no volver jamás a ese lugar, habiendo sufrido una humillación inconfesable, probablemente a causa de haber abandonado los andurriales anticipadamente y debido a nuestros cerriles entendimientos en la disciplina que estudia las propinas.

En días pasados fue noticia nacional la muerte de un comensal en esa misma ciudad por parte de unos meseros, cuando el occiso al parecer se negó a satisfacer los requerimientos monetarios relacionados con la maldita propina.

Estos hechos nos deben llamar a la reflexión, pues se hace necesario tratar de por lo menos entender qué sucede con esas costumbres donde una parte se siente con el derecho, no con la cortesía, de recibir una cantidad determinada de dinero por los servicios que se prestan a un comensal, el cual, al contrario, supone que la gratificación que deja es voluntaria y por tanto no obligatoria ni tasada.

La anécdota presente es recordada como una lección pedagógica enjaretada a unos sujetos que todavía no se desprendían de sus montaraces comprensiones a cerca de cómo realmente funciona la vida por aquí, pero ya llegar a matar a alguien por una circunstancia similar, debe prendernos una luz muy roja que nos advierte que muchos límites razonables se están traspasando en este mal gobernado país, bebido a la negligente ausencia de una verdadera autoridad.

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